El príncipe de las mareas decidió ofrecernos una de las sesiones más épicas de este viaje de cuatro meses por tierras anglosajonas. Un príncipe travieso que ha hecho con sus dominios lo que se le ha antojado con tal de soltar unas cuantas carcajadas a nuestra costa.
Muchas veces el dichoso príncipe se ponía de acuerdo con el rey de los cielos y entre los dos conseguían que los mortales nos volviésemos, cada día, un poquito más locos.
Peleándonos con las fuertes corrientes que nos arrastraban hasta las rocas pobladas por moluscos, navegando en contra del horrible viento gélido que nos golpeaba la cara. Mientras tanto, veíamos como las olas mutantes intentaban asustarnos para que diéramos vuelta atrás y nos olvidáramos de aquel reino tan atractivo que hace que cometamos locuras con tal de formar parte de el.
Hoy ha sido un día de ésos. Un día para recordar por qué estamos donde estamos.
Disfrutando de esa belleza que sólo ven unos pocos cuando las condiciones son perfectas para ello. Lo gélido se convierte en templado, el desorden se transforma en perfecta armonía, observábamos cómo los diminutos dinosaurios volaban por el cielo mientras entonaban sus ácidos cantos. Líneas horizontales de color turquesa transparente que dejaban ver el interior del feudo, con sus seres inertes y animados.
Un espectáculo digno de una buena despedida.
Yo creo que el príncipe y el rey habían ido a dormir la siesta.
Yo creo que el príncipe y el rey habían ido a dormir la siesta.
Farewell Newquay.
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