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Menos mal que nos levantamos a las 12.30 porque lo que nos esperaba no se nos había pasado por la cabeza aquel día.
Menos mal que nos levantamos a las 12.30 porque lo que nos esperaba no se nos había pasado por la cabeza aquel día.
Carlos subió a la azotea para ver el parte mientras Pablo y yo seguíamos durmiendo. Después de fumarse su piti mañanero nos despertó con bastante ansia para que nos asomáramos por el balcón. ¡Había un maretón de narices!
Desayunamos y nos vestimos a toda prisa para no perdernos más detalles. Nos metimos corriendo en el coche dirigiéndonos hacia el norte de Taghazout. Un día soleado sin viento y con líneas muy gordas.
Aparcamos el coche en Anchor Point, no podíamos creer lo que estábamos viendo.
Se diferenciaban claramente 2 picos muy distintos; uno de ellos estaba ocupado por unas 7 personas, a cada cual más pro. Estaban situados a la derecha del todo, justo donde acababa el espigón. Un par de tíos grababan con buenas cámaras así que dedujimos que eran pros por su forma de surfear y el material de grabación que llevaban sus colegas de fuera. En aquel pico estaba cayendo una ola de 4 metros pasados que hacía tubo de vez en cuando. Las rocas que se asomaban cuando rompía la ola fueron la razón por la que Carlos y yo eligiéramos el pico de al lado.
Pablo se quedó fuera mientras que nosotros intentábamos entrar por algún lado. Estuvimos unos 10 minutos esperando para dar el salto de la roca al agua, parecía que nunca iba a llegar ese momento. Para saltar teníamos que esperar a que dejaran de venir olas, dar un pequeño salto de un metro de altura a otra roca y desde allí lanzarnos. Carlos saltó el primero, como no, el ansias, mientras yo me quedé observando como se adentraba en el mar.
En uno de mis intentos por seguir a mi amigo, pegué el primer salto y cuando me dispuse a saltar al agua, tuve que volver rápidamente porque me iba a caer una ola de un metro y medio encima estampándome contra aquella roca que había sorteado hacía unos segundos atrás. Estaba otra vez en el principio. No quería dejar solo a Carlos así que me di prisa, cogí aire y me lancé dando pequeños saltitos, cual saltamontes, para que no me pillara de nuevo la serie.
Temblando de los nervios llegué al pico y empezamos a pillar aquellas olas de 2 metros pasados mientras veíamos el pico de los pros. Derechas larguísimas que acababas en la otra punta de la zona, quizás a unos 100 metros o más, era exagerado. Las remadas de vuelta eran interminables, pero valía la pena. Era una gozada.
Estuvimos una hora y media pensando en ir al otro pico. Al final nos acercamos para ver cómo era aquello. Más acojonados que nunca veíamos las series que venían rotas por el horizonte. Al ver aquella escena Carlos y yo nos miramos mientras remábamos hacia adentro; yo creo que con los ojos nos dijimos –Encantado de haberte conocido amigo- Mucho acojone ya que nunca habíamos surfeado una ola así de grande. Para hacer los patos poníamos nuestras tablas en dirección al infierno y empujábamos con todas nuestras fuerzas. Debajo del agua me acuerdo que era como un cohete que estaba despegando, ascendíamos cual flecha disparada al cielo.
Hasta ese momento era el pato más intenso que habíamos hecho en nuestra vida.
Después de pasar aquella serie de olas nos preparamos para pillar la siguiente. Era inminente, la siguiente ola tenía que cogerla y no me sentía muy preparado. Temblado como un pollito, el corazón se me aceleró, había perdido el control de mi cuerpo y fue él el que puso la tabla en posición para pillar aquella ola. Una brazada, dos brazadas… un escalón que yo veía enorme de 4 metros se levantaba bajo la fibra. Ya estaba en la cresta y tenía que empezar a pensar en el take off si quería que aquello acabara más o menos bien. En el último momento recobré el sentido y me dije a mí mismo -No no no no no no… ¡ni de coña!- me eché atrás miré a Carlos y dijimos -Volvemos al pico de antes ¿no?- a lo que respondió -Si-
Volvimos donde estábamos surfeando pero mucho más a gusto, aquello nos parecía de juguete después de haber estado en el otro sitio, así que lo disfrutamos el doble.
De vez en cuando veíamos a Pablo en la costa que nos echaba alguna que otra foto mientras vigilaba el coche.
Después de casi 3 horas de baño e incontables remadas salimos con nuestro colega, exhaustos y hambrientos, deseábamos llegar al pueblo para pegarnos un buen festín en el restaurante de siempre.
Un poco de charla, una ducha reconfortante y para el restaurante. Cómo nos mimaban en aquel sitio, cenamos como sultanes para luego despedir el día desde la azotea de nuestro piso contemplando una noche borrosa por el paso de la niebla costera.
Unas vistas preciosas, un par de caladas y al sobre.
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